La ciudad desvelada circula por mi sangre como una abeja.
Y el avión que traza un gemido en forma de S larga, los tranvías que se derrumban en esquinas remotas,
ese árbol cargado de injurias que alguien sacude a medianoche en la plaza,
los ruidos que ascienden y estallan y los que se deslizan y cuchichean en la oreja un secreto que repta,
abren lo oscuro, precipicios de aes y oes, túneles de vocales taciturnas,
galerías que recorro con los ojos vendados, el alfabeto somnoliento cae en el hoyo como un río de tinta,
y la ciudad va y viene y su cuerpo de piedra se hace añicos al llegar a mi sien,
toda la noche, uno a uno, estatua a estatua, fuente a fuente, piedra a piedra, toda la noche
sus pedazos se buscan en mi frente, toda la noche la ciudad habla dormida por mi boca
y es un discurso incomprensible y jadeante, un tartamudeo de aguas y piedra batallando, su historia.
Detenerse un instante, detener a mi sangre que va y viene, va y viene y no dice nada,
sentado sobre mí mismo, como el yoguín a la sombra de la higuera, como Buda a la orilla del río, detener el instante,
sentado a la orilla detener al río, abrir el instante, penetrar por sus salas atónitas hasta su centro de agua,
beber en la fuente inagotable, ser la cascada de sílabas azules que cae de los labios de piedra,
sentado a la orila de la noche como Buda a la orilla de sí mismo ser el parpadeo del instante,
el incendio y la destrucción y el nacimiento del instante y la respiración de la noche fluyendo enorme a la orilla del tiempo,
decir lo que dice el río, larga palabra semejante a labios, larga palabra que no acaba nunca,
decir lo que dice el tiempo en duras frases de piedra, en vastos ademanes de mar cubriendo mundos.
A mitad del poema me sobrecoge siempre un gran desamparo, todo me abandona,
no hay nadie a mi lado, ni siquiera esos ojos que desde atrás contemplan lo que escribo,
no hay ni atrás ni adelante, la pluma se rebela, no hay comienzo ni fin, tampoco hay muro que saltar,
es una explanada desierta el poema, lo dicho no está dicho, lo no dicho es indecible,
torres, terrazas devastadas, babilonias, un mar de sal negra, un reino ciego,
No,
detenerme, callar, cerrar los ojos hasta que brote de mis párpados una espiga, un surtidor de soles,
y el alfabeto ondule largamente bajo el viento del sueño y la marea crezca en una ola y la ola rompa el dique,
esperar hasta que el papel se cubra de astros y sea el poema un bosque de palabras enlazadas,
No,
no tengo nada que decir, nadie tiene nada que decir, nada ni nadie excepto la sangre,
nada sino este ir y venir de la sangre, este escribir sobre lo escrito y repetir la misma palabra en mitad del poema,
sílabas de tiempo, letras rotas, gotas de tinta, sangre que va y viene y no dice nada y me lleva consigo.
Y digo mi rostro inclinado sobre el papel y alguien a mi lado escribe mientras la sangre va y viene,
y la ciudad va y viene por su sangre, quiere decir algo, el tiempo quiere decir algo, la noche quiere decir,
toda la noche el hombre quiere decir una sola palabra, decir al fin su discurso hecho de piedras desmoronadas,
y aguzo el oído, quiero oír lo que dice el hombre, repetir lo que dice la ciudad a la deriva,
toda la noche las piedras rotas se buscan a tientas en mi frente, toda la noche pelea el agua contra la piedra,
las palabras contra la noche, la noche contra la noche, nada ilumina el opaco combate,
el choque de las armas no arranca un relámpago a la piedra, una chispa a la noche, nadie da tregua,
es un combate a muerte entre inmortales, ay, dar marcha atrás, parar el río de sangre, el río de tinta,
parar el río de las palabras, remontar la corriente y que la noche vuelta sobre sí misma muestre sus entrañas de oro ardiendo,
que el agua muestre su corazón que es un racimo de espejos ahogados, un árbol de cristal que el tiempo desarraiga
(y cada hoja de árbol vuela y centellea y se pierde en una luz cruel como se pierden las palabras en la imagen del poeta),
que el tiempo se cierre y sea su herida una cicatriz invisible, apenas una delgada línea sobre la piel del mundo,
que las palabras depongan armas y sea el poema una sola palabra entretejida, un resplandor implacable que avanza,
y sea el alma el llano después del incendio, el pecho lunar de un mar petrificado que no refleja nada
sino la extensión extendida, el espacio acostado sobre sí mismo, las alas inmensas desplegadas,
y sea todo como la llama que se esculpe y se hiela en la roca de entrañas transparentes,
duro fulgor resuelto ya en cristal y claridad pacífica.
Y el río remonta su curso, repliega sus velas, recoge sus imágenes y se interna en sí mismo.